viernes, 31 de mayo de 2019

Al final de su glorioso «Canto a mí mismo», ese poema torrencial que ha atravesado a varias generaciones sin perder el frescor de su agua, Walt Whitman escribía: «Si me perdieras en un lugar, búscame en otro / En algún lugar te espero». Quizá entonces ya intuía, con su muy pequeña modestia, que su figura traspasaría géneros, fronteras y tiempos hasta convertirse en una suerte de espíritu inmortal invocado, a cada poco, por nuevos y viejos lectores. Es innegable que su obra no ha muerto, pero supongamos que hoy, doscientos años después de su nacimiento, su cuerpo no se hubiera marchitado. ¿Dónde nos esperaría? Seguro que su sed de popularidad seguiría intacta y que se aprovecharía de todos los elementos que tuviera a su alcance para saciarla… ¿Preferiría los escenarios a los auditorios? ¿Sería una estrella del rock? La cuestión, claro, es estrafalaria, pero es que él lo era. Cuidaba su imagen con mimo, presumía con orgullo de su «vestimenta varonil y libre», de su «rostro quemado por el sol y barbado», de sus «gestos fuertes y erguidos». Maneras de ídolo tenía. De hecho, cuando en 2016 Bob Dylan ganó el premio Nobel de Literatura, Manuel Vilas lo bautizó en estas páginas como « el hijo mayor de Walt Whitman». ¿Por qué? Porque, aunque en diferentes soportes, ambos habían versificado la utopía americana y ambos, también, habían resumido en palabras las vidas y derivas del común de los mortales. Uno como leyenda de la música, otro como poeta o, mejor aún, como literato cantor, un pájaro único en su especie. «Bob Dylan hubiera escrito como Walt Whitman de haber nacido en el siglo XIX, y viceversa», sostiene Santi Balmes, líder de Love of Lesbian y escritor. Él ve una línea que une a esas dos cabezas geniales, pues en el siglo XX las almas poéticas tenían en la música popular un nuevo vehículo para expresarse. ¿Pero se hubiese subido a ese carro? «Como ser curioso que se intuye en su poemario, hubiera jugado con los elementos creativos de hoy en día, y por supuesto que hubiera aprovechado su atractivo. Es más, lo hubiera considerado divertido, incluso una obligación. Lo imagino como Father John Misty», apostilla. Hay una anécdota que refuerza esta idea, y que recuerda Guillermo Galván, guitarrista y compositor de Vetusta Morla: «El primer registro sonoro grabado conocido fue su propia voz recitando “América” en un cilindro de cera. También fue el primero en apuntar a la unión tecnología y poesía y en atisbar la era de la reproducción mecánica con la que los músicos debemos convivir a diario». Pues eso, un pionero al que le harían los ojos chiribitas si viese todos los trastos que podría usar hoy. Pero, más allá de lo material, hay una pulsión en su obra que todavía nos (tras)toca. Nacho Vegas la percibe cuando piensa en Whitman, al que descubrió, como Galván, como tantos otros, en la adolescencia. «Hay algo en él, una especie de pasión desmedida por la vida, que te entra y te enamora. Transmite eso de una manera tan profunda que uno se empodera. Sí, tiene esa especie de halo de estrella del rock en el mejor sentido de la expresión», afirma. De él, por cierto, se le quedaron unos versos pegados en la piel, que han marcado su trayectoria: «¿Me contradigo? / Pues bien, me contradigo / (Soy inmenso, contengo multitudes)». «Me los apliqué como máxima. Cuando empiezas a hacer canciones estás aferrado al yo confesional, pero luego descubres que, en realidad, puedes hablar de muchos yoes, que puedes usar diferentes primeras personas que se contradigan. Todos contenemos multitudes», sentencia. «¿Músico? ¿Qué, una estrella del reguetón? No, una estrella es otra cosa», opina, con gracia, Ricardo Lezón, voz y letra de McEnroe. «Dylan es el único que se le puede comparar. Su poesía la veo muy prosaica. Me pasa como con las canciones de Dylan. Siempre lo he leído como prosa, aunque si lo clasificaran como prosa diría que es prosa poética», añade entre risas. Más que como poeta, él entiende a este gigante como un profesor que le ha abierto muchas puertas en forma de libro. «Me da la impresión de que estaba intentando enseñar», dice. ¿El qué? «Palabras muy grandes que contaba de manera muy sencilla: paz, templanza, contemplación…». De alguna manera, a todos les ha marcado la lectura del gran bardo americano, quizá porque supo tocar una fibra universal y hacerlo, además, saltándose las jerigonzas academicistas apuntando directamente a lo esencial. «Aquellas páginas hablaban mi idioma y tenían más vida que la mayoría de los poemas que me mandaron leer en el instituto. Whitman fue el primero de muchos», evoca Galván. «Es que tiene ese lenguaje que puedes trasladar al imaginario de las canciones. Para mí fue una influencia, un guía», remacha Vegas. Ya ven, Walt Whitman no mentía. La poesía nunca miente. Al final siempre nos espera en alguna parte, por insospechada que sea. Una nueva biografía para «el dios más poderoso» de la poesía «El dios más poderoso» (Ariel) es el título de la nueva biografía que celebra en España el 200 cumpleaños de Walt Whitman. La escribe Toni Montesinos, y analiza la vida y obra del poeta, dos facetas inseparables en su caso. Ya desde las primeras páginas Montesinos nos deja claro que no solo fue un escritor genial, sino que además dedicó todos sus esfuerzos a convertir en un hecho su deseo de ser el gran autor de Estados Unidos. El libro se abre con una presentación que lleva por título «Un pionero del autobombo». Ahí descubrimos cómo Whitman se preocupó por publicitar sus versos de la mejor manera posible. ¿Cómo? Mimando sus ediciones desde la portada o propagando por la prensa del momento elogios anónimos hacia sí mismo. Siempre sin pudor, claro.

Walt Whitman escribía: «Si me perdieras en un lugar, búscame en otro / En algún lugar te espero»

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